Hace un tiempo en la Biblioteca de la Orientación Lacaniana de Madrid dedicamos un ciclo de conferencias a pensar cuál era el estado de los pecados capitales de la Edad Media ahora, en el siglo XXI. En relación con el pecado de soberbia se me ocurrió que había una relación con el imperativo actual de amarse a si mismo. En la edad media, La soberbia se definía como el hecho de creer que uno se bastaba a si mismo y no necesitaba de Dios y fue considerada un vicio mayor. Hoy sin embargo, el encontrarse autosuficiente y proyectar una imagen de éxito ha venido a transformarse en la Biblia de la modernidad y no digamos de la posmodernidad.
De la autoestima se habla hasta la saciedad como una necesidad básica de cualquier ser humano. Se supone que tener confianza en uno mismo es lo fundamental para progresar y tener éxito, y muchos de los problemas que pueden aquejar a cualquiera serán achacados a la falta de autoestima. La hipótesis que voy a proponer es que la autoestima, el tenerse aprecio a uno mismo, si bien es algo que tiene su importancia, es un concepto aquejado de cierta banalidad que hace de pantalla para entender cuales son los verdaderas dificultades que impiden a las personas sentirse bien y alcanzar sus metas.
Si la soberbia era el pecado de creer que se puede vivir sin Dios, podríamos plantear que la promoción de la autoestima tiene que ver con creer que uno puede prescindir del inconsciente a la hora de enfrentarse al malestar. Si en la edad media el hombre corriente pensaba estar sujeto a los designios de un destino que le sobrepasaba, en nuestra época se vende el discurso contrario, si quieres lo puedes todo y todo depende de ti mismo. El hombre de nuestra época cree que es él quien maneja los hilos cuando no hace sino correr tras de sus pulsiones inconscientes, que cada vez le son más desconocidas, ocultas tras este mantra de la autoestima.
Está bien la estima de si, bien entendido en aquello en lo que uno lo merece. Pero ¿qué es amarse a si mismo exactamente? Voy a tratar de desarrollar esto, que básicamente tiene relación con la distinción que establecemos en psicoanálisis entre el yo y el sujeto. El momento actual se caracteriza por la exaltación del yo, que tiene mucho que ver con la imagen de uno mismo. La propuesta del psicoanálisis va a ser más bien escuchar al sujeto para orientarse mejor.
Antes de ir a la diferencia entre el sujeto y el yo, un breve apunte sociológico: Este enaltecimiento de la estima de uno mismo que escuchamos tan a menudo no es ajeno a la figura del emprendedor de si mismo tan de moda en nuestra época. el sociólogo Zygmunt Bauman acuñó el término modernidad líquida, como una época en que los mecanismos de poder ya no se sitúan solo en las instancias políticas y económicas sino que se fragmentan y se instalan en el interior de cada individuo, que pasa a ser el que decide que hace con su vida, aunque en realidad lo que hace es vigilarse voluntariamente para cumplir las demandas del discurso, a la vez que se cree autónomo e independiente. Como nos explica Zygmunt Baumann en su libro Vidas de consumo, el propósito del consumo no es satisfacer necesidades o apetitos, sino convertir al propio consumidor en producto, elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles . Cuando las relaciones humanas están atravesadas por esta idea de consumo, se consume al otro y yo resulto también un objeto para el consumo. Todos nosotros somos tomados como mercancía y podemos por tanto ser desechados por nuestros semejantes, hasta el punto de necesitar tenernos siempre alerta para que nuestro valor de mercado sea alto. Lo cito: “La identidad es una condena a realizar trabajos forzados de por vida. (…). Recordemos que a los consumidores los mueve la necesidad de convertirse ellos mismos en productos – reconstruirse a sí mismos para ser productos atractivos – y se ven obligados a desplegar para la tarea las mismas estratagemas y recursos utilizados por el marketing. Forzados a encontrar un nicho en el mercado para los valores que poseen o esperan desarrollar, deben seguir con atención las oscilaciones de la oferta y la demanda y no perderle pisada a las tendencias de los mercados, una tarea nada envidiable y por lo general agotadora, dada su bien conocida volatilidad”. Todo esto funciona porque conecta bien con algo de la estructura del sujeto, que tiende a desconocer aquello que lo molesta de si mismo y a amar aquello que le ofrece unidad y sentido .
Para el psicoanálisis el amor al propio yo como instancia diferente a los objetos de amor exteriores es lo que Freud denominó narcisismo. Es interesante ir la referencia clásica del mito grecolatino de Narciso cuya versión más conocida es la de Las metamorfosis de Ovidio. El Narciso del mito estaba dotado de una belleza excepcional y un orgullo desmesurado. El adivino Tiresias había anunciado de manera enigmática:”sólo vivirá mucho tiempo si no se conoce a si mismo”. Con estas palabras Ovidio metaforiza el maleficio del amor a la propia imagen.
Es a causa de su hermosa apariencia que Narciso provoca encendidos deseos en jovencitos y muchachas, a los que rechaza en razón de su orgullo. Un día, se cruza en su camino la ninfa Eco quien, a causa de una antigua maldición no sabe ni hablar ni callarse cuando se le habla, sino solo repetir los sonidos que oye. Eco se prenda de Narciso y Narciso la desdeña como a los demás. Abandonada, Eco se marchita y sólo queda de ella su voz. Para castigar a Narciso por el ultraje, los dioses le castigan a su vez a no poseer jamás el objeto de su amor. En una escena paradigmática vemos a Narciso extasiarse ante su reflejo en el agua justo antes de quedar inmovilizado y metamorfosearse primero en una estatua y después en una flor. Narciso ve una imagen nítida y exclama “…pero, ¡soy yo! He comprendido que mi imagen no me engaña. Ardo de amor por mi mismo…”. En ese instante Narciso queda petrificado. Eco alcanza entonces a abrazarlo, justo en el momento en que se transforma en una flor. El mito de Narciso dice algo del carácter mortífero del ensimismamiento en la propia persona, en la propia imagen .
Hubo que esperar al siglo XX para que el llamado narcisismo se convirtiera, a través del psicoanálisis freudiano, en una figura constitutiva del psiquismo. En 1914 Freud escribe su obra “Introducción al narcisismo”,donde establece la diferencia entre la libido que se dirige hacia los objetos exteriores y la que se proyecta sobre el propio yo. La idea de yo aparece en la obra de Freud ligada a la idea de la conciencia por contraposición a la noción de inconsciente que Freud va descubriendo en el trabajo con sus pacientes. Él constata que el yo-conciencia se defiende de ciertos contenidos displacenteros que quedan entonces inaccesibles a la conciencia. El yo se va constituyendo a lo largo del desarrollo infantil con los contenidos aceptados en contraposición a lo displacentero que es expulsado al exterior. De esta forma se va conformando una distinción entre Yo y no Yo, a través del mecanismo del principio del placer.
Sin embargo hay algo que no termina de cuadrar en este esquema, y en 1920 Freud escribe una obra clave: “Más allá del principio del placer”, donde expone las dificultades que encuentra en su práctica terapéutica: ciertos contenidos dolorosos insisten y hay una inercia que Freud nombrará como compulsión de repetición que estorba la acción del análisis
Ya desde el descubrimiento del inconsciente aparece la idea de que el ser humano está atravesado por impulsos e ideas que desconoce , pero en un primer momento parece que el método psicoanalítico ofrece la posibilidad de conocer lo reprimido. Sin embargo, la experiencia de la repetición , la reacción terapéutica negativa y la inercia de los síntomas que se resisten a ser curados llevan a Freud a teorizar que no todo es principio del placer, sino que hay también lo que llamará la pulsión de muerte: una fuerza en el interior del psiquismo que trabaja contra el sujeto. Esta parte del edificio teórico freudiano no fue aceptada por una parte de los seguidores de Freud. Tuvo que ser Lacan quien la rescatara como una pieza fundamental de la estructura del psiquismo, con su concepto de goce, distinto del placer. Es la cuestión del goce como fuerza que trabaja en contra del sujeto lo que hace obstáculo a la creencia en la promoción de la autoestima como panacea para todos los problemas, como lo plantea la psicología.
Será Lacan quien haga la crítica más contundente no al concepto de autoestima en concreto, pero si al culto al yo, poniendo el acento en el engaño que subyace a toda ilusión de identidad. Lacan aborda la cuestión del yo a través de su concepción del Estadío del Espejo, una de sus teorizaciones más conocidas, en la que habla de cómo se constituye la identidad partiendo de la experiencia del niño de pocos meses que experimenta una fuerte reacción de alegría ante su imagen en el espejo. Esto es un fenómeno netamente humano. A los animales no les interesa su propia imagen. Lacan se pregunta porqué la propia imagen es tan importante para el ser humano, por qué está tan entregado y sometido a ella. Va a hacer primero la hipótesis de que la alegría del niño tiene que ver con la posibilidad que la imagen le ofrece de identificarse a un cuerpo completo, que contrasta fuertemente con su experiencia de sentirse un cuerpo fragmentado debido a la inmadurez neuronal con la que nacen los bebés humanos. El yo será entonces tomado por Lacan como la (falsa) impresión de completud sustentada por la mirada del otro que apoya esa identificación. Un proceso imprescindible, sin duda, para proporcionar un armazón a cada ser humano, para tener un cuerpo, que no es lo mismo que un organismo y vivirse con una cierta continuidad. Al mismo tiempo Lacan va a tomar el yo como función de desconocimiento, como una identificación que hace un servicio, al precio de ignorar lo más íntimo y singular de cada uno, porque realmente el yo se construye en la identificación con el otro, a partir de la imagen del otro, constitutivamente alienado al otro. Es el otro el que le presta al sujeto su imagen para que pueda constituirse porque no hay nada en su interior que le preste esa unidad, solo la imagen del otro, una imagen externa, hace de prótesis. De ahí la pasión narcisista que emerge por la imagen. Y de ahí también la matriz paranoica del yo, donde afirmarse supone ir contra el otro. Ese es el infierno en el que nos sumergen las identificaciones imaginarias. la relación de agresividad que siempre acecha en la relación con el semejante, lo que llamamos la paranoia originaria, el sentirnos siempre dirigidos o manejados por otro que quiere quitarnos lo nuestro.
Podemos decir que el yo es necesario, pero para que cumpla mejor su función es necesario no creérselo demasiado porque nos sumerge en la paranoia y en la locura. Pongamos por ejemplo el de la persona que se identifica tanto a su función que termina siendo un problema.
El abordaje de la cuestión del Yo que hace Lacan por la vía del estadío del espejo lo lleva en una vía opuesta a la vía anglosajona del psicoanálisis. Es decir, la vía de Lacan no va a ser la del refuerzo del yo porque el yo, en esta concepción, el yo es un desorden de identificaciones de las que hay que ir desprendiéndose, es más bien una trampa que nos impide desarrollarnos y nos deja bloqueados en una posición de victimismo y de violencia contra el orden del Otro que supuestamente nos esclaviza. La realidad fundamental del sujeto no está en el Yo, en cómo se percibe a si mismo con la conciencia, que pretenden luchar contra el otro para buscar la autonomía, sino en las fuerzas que lo manejan desde su interior sin que lo perciba con claridad.
Me voy a guiar por el ejemplo clínico del maltrato. Las mujeres que sufren de malos tratos se dice que sufren de baja autoestima. Sin duda hay que quererse poco para dejarse maltratar por alguien una y otra vez. Sin embargo, si formulamos la falta de estima de si como la causa del asunto y presentamos a las mujeres como víctimas nos olvidamos de algo fundamental: lo que hace que una persona permanezca enganchada a una situación de maltrato, que no pueda separarse de ahí y que elija una y otra vez parejas que la maltratan. Esta es la cuestión fundamental. Evidentemente en una situación de maltrato la culpabilidad queda del lado del maltratador. Pero si no abrimos la pregunta por la responsabilidad que la parte maltratada tiene en la situación, no habrá manera de encontrar una salida. SI nos empeñamos en convencer a esa mujer de que es muy valiosa, la empujamos a que se ame cuando en realidad hay algo de si misma que no puede amar, que le resulta extremadamente extraño. Esa parte de si misma que la empuja a encontrar parejas que la maltratan y a quedarse en esa situación. Pienso en un caso en el que la persona identificada con una madre en la misma situación, que soportando abnegadamente el maltrato y el desprecio año tras año se situaba como la única, la irremplazable, la que hacía lo que ninguna haría, la que pelea tras pelea recogía al marido lleno de culpa que le imploraba perdón. Esa satisfacción de situarse como la única, la imprescindible, la que lo quiere como nadie lo querría, porque es un pobrecillo que no puede vivir sin ella, es una satisfacción que viene a rellenar el lugar de un enigma sobre lo que hace que una mujer pueda ser amada.
Esa solución inconsciente de sacrificarse para que el otro la ame es la que ella encontró para tener un lugar. Pedirle que renuncie a ella es un poco dejarla en el vacío y la angustia: ¿qué es ella para el otro entonces? No es sencillo cambiar esas condiciones inconscientes y por eso a menudo son las propias mujeres las que infringen las órdenes de alejamiento y vuelven a vivir con sus maltratadores.
Si nos guiamos por la brújula de dar valor al sujeto, empujarlo a autoestimarse y lo dejamos desconocer su particular responsabilidad en el desorden que denuncia, nos extraviamos.
Vivimos en una cultura del narcisismo donde la máxima aspiración parece ser darle proyección a la propia imagen y donde cada cual es invitado a disfrutar de las delicias del Ego, suponiendo que la mirada del Otro nos otorgará la buscada completud
Para existir todo el mundo tiene que esforzarse por crearse una personalidad, por buscar algo que le otorgue la idea de una continuidad en la existencia, y el yo hace esta función. Pero es una “armadura” que vacila empujadas por la fuerza de la pulsión, del empuje a fallar, el elemento no educable de la estructura. Con conceptos como el de autoestima se trata de desconocer que el ser humano está habitado siempre por cosas que no son tan bonitas y con las que conviene avenirse de alguna manera. Hacerse cargo de la propia responsabilidad en el malestar sin culpar al otro y sin sucumbir al autorreproche es la meta que se plantea un tratamiento orientado por el psicoanálisis.
Si nos dejáramos llevar por la demanda de mejorar la autoestima veríamos que cada esfuerzo hecho en la línea de fortalecer el yo va en la dirección de fragilizar, como muestra el mito de Narciso, ahogado en su propio reflejo, aumentando la sensación de precariedad y de amenaza por parte del otro. La apuesta del psicoanálisis es encontrar la forma en que cada cual puede escapar con sus propios recursos a la trampa del narcisismo y organizar una forma menos sufriente de relacionarse con el Otro, arreglárndoselas con aquello de cada uno que no pasa por la razón y la simbolización,.
La sociedad actual acentúa el individualismo y a la vez la uniformidad, nos lanza el mensaje contradictorio: tienes que ser como todos y tienes que destacar entre la multitud. Por una parte se aísla al individuo y se pone en primer plano su yo, frente a la época en que la comunidad o la familia estaban en primer plano. Tener que destacar es situarse todos contra todos, en un empuje a la paranoia que redobla la paranoia constitutiva del sujeto.
Un psicoanálisis parte del querer destacar, del amor a la propia imagen, verdadera enfermedad de los humanos, que nos condena a la guerra con el otro, para ir hacia su reverso. Se trata de amar lo más propio que hay en mi, generalmente desconocido y rechazado, de avenirme a ello y encontrar la buena forma de vivir con eso. Lo que uno puede localizar en un análisis : lo que verdaderamente es lo más propio de cada uno, lo que lo diferencia de todos y lo hace irreductible a los mandatos de la civilización. Esto, quizá, sí es más digno de amarse con un amor menos tonto que el amor a la propia imagen.