Los celos en la vida amorosa

Como homenaje a Ricardo Nepomiachi le hemos pedido a nuestro colega y amigo Ezequiel Nepomiachi que elija un artículo para publicar en Consecuencias, agradecemos a Ezequiel y a Alicia Vilchansky el artículo enviado.

Ricardo Nepomiachi  Los celos en la vida amorosa

Concomitante inevitable del amor, los celos en las relaciones entre hombres y mujeres son el testimonio de un impasse del lazo que los une.

En «Una Charla al Simposio», Jacques–Alain Miller[1], el año pasado, señalaba que se trataba para Freud de pensar la cuestión de cómo se relacionan hombres y mujeres, pensar la relación sexual, a partir de sus dificultades, a partir de sus impasses.

¿De qué se trata en este estado afectivo, constelación de sentimientos, pasión que nace en el amor? De poseer al objeto amado y excluir al rival, del temor a que la persona amada prefiera a algún otro. Es evidente el enorme interés del sujeto en lo referente a la imagen del rival; interés de signo negativo ya que se afirma como odio y se origina en el objeto supuesto de amor.

La configuración emocional que caracteriza a los celos comprende sentimientos de dolor, autoestima herida, rabia. El temor toma la forma de una loca actitud de sospecha que avasalla todo razonamiento, deformando los signos más inocentes y juzgando erróneamente los hechos.

La insistencia de la persona celosa produce la impresión de que lo que realmente busca es que se le confirme que la traición ha tenido lugar; el celoso casi implora a la mujer que le asegure que es así y resulta verdaderamente contrariado cuando ella lo niega, por más sincera que sea dicha negativa. No es tanto la traición como el estado de incertidumbre lo que el sujeto no puede soportar.

Por otra parte, los celos más insaciables son capaces de existir con una absoluta fidelidad de parte de la persona amada; lo que hace que se los considere infundados.

Nos proponemos demostrar que los celos no son infundados, por el contrario, están fundados en algo que no existe, y esta falta de referencia introduce una incertidumbre fundamental que afecta a las relaciones entre los sexos.

Los celos son un modo de evocar el drama, el drama que según Lacan introduce la lengua y es que la referencia falta; la única referencia es el agujero.

Freud en «Sobre algunos mecanismos neuróticos en los celos, la paranoia y la homosexualidad» (1921),[2] se ocupa de darles fundamento. Distingue tres tipos: normales, proyectados y delirantes. En primer término los considera como un estado afectivo que es legítimo llamar normal; el dolor por la mujer amada y el odio hacia los rivales masculinos retoman la afectividad infantil y surgen del Complejo de Edipo o del Complejo fraterno del primer período sexual. Su carácter imaginario es señalado por el rasgo de bisexualidad que presentan donde existe un refuerzo del amor inconsciente al rival y odio a la mujer en rivalidad frente a aquél.

Es en referencia al segundo tipo de celos, los «proyectados», que surge el tema de la infidelidad. «Práctica efectiva o imaginada que encuentra alivio a la conciencia moral proyectando a la otra parte, hacia quien es deudor de fidelidad, sus propios impulsos a la infidelidad». A propósito Freud hará una indicación preciosa: «(…) es una experiencia cotidiana que la fidelidad, sobre todo la exigida en el matrimonio, sólo puede mantenerse luchando contra permanentes tentaciones».

Debemos interrogar el pacto matrimonial y su relación con lo que la estructura del goce en el hombre y la mujer le imponen.

Cuestión universal a la que, según Freud, las costumbres sociales ofrecen su resolución en la coquetería de la mujer casada y el donjuanismo del marido, con la esperanza de neutralizar la inclinación a la infidelidad. El celoso no admite esta tolerancia convencional, según la cual el deseo por el objeto ajeno se satisfaga mediante un cierto retroceso a la fidelidad, en el objeto propio; una verdadera garantía contra la infidelidad efectiva. Los celos nacidos de una proyección así tienen para Freud un carácter casi delirante.

Por último, los celos propiamente delirantes que Freud pone en correspondencia con una homosexualidad reprimida y a ser situados en las formas clásicas de la paranoia. Entonces, la paranoia como defensa frente al impulso homosexual: que retorna del caso Schreber la formulación: Yo no soy quien lo ama, ella lo ama.

Jones, en 1929, en una conferencia sobre los celos, expone la teoría que domina al posfreudismo: Los celos son una defensa contra el interés homosexual por el rival. Homosexualidad latente ligada a la angustia de castración. En 1955, en «De una cuestión preliminar…» Lacan fija su posición con respecto a esta noción de homosexualidad latente, demostrando su uso como estructura imaginaria a ser considerada en referencia a las relaciones simbólicas que demuestran su forma como la que responde por una relación intersubjetiva imaginaria.

Ricardo Nepomiachi

Los celos, concluye Jones, representan una falla en la evolución de la capacidad amatoria ¿Cómo entiende esta supuesta capacidad?: como la primacía genital sobre los restantes factores que constituyen la sexualidad, primacía que se demuestra imperfectamente establecida, que bajo la forma de tendencia a la infidelidad y a la homosexualidad son proyectadas en el objeto de amor.

Es en la enseñanza de Lacan, en la operación de Lacan con Freud, que podemos orientarnos para concluir acerca de la impotencia del amor aunque sea recíproco. Impotencia propia del amor y no incapacidad de los amantes ya que «no es más que el deseo de ser uno, lo que conduce a la imposibilidad de establecer la relación entre los sexos».

Lacan, en los años ’70, machaca insistentemente con el axioma que dice: «No hay relación sexual», es imposible inscribir las relaciones entre hombres y mujeres; deja a merced del encuentro, bajo el signo de la contingencia, las relaciones posibles. Encuentro porque no hay ningún conocimiento, en el sentido bíblico; para dar cuenta de la pretendida relación sexual.

En Complejos Familiares, en 1938, Lacan parte del reconocimiento del papel de los celos en la génesis del conocimiento en tanto que humano. Arquetipo de los sentimientos sociales, sostiene que no tienen nada que ver con una rivalidad vital inmediata, acentuando su función de identificación mental, en el camino del reconocimiento del semejante. Todo conocimiento humano tiene su fuente en la dialéctica de los celos, se instaura en la rivalidad de los celos. Los objetos se encuentran en esta dialéctica sometidos a una ley de reduplicación imaginaria, reveladora de un dinamismo libidinal que atiende a la proyección como forma imaginaria.

Fenómeno de transitivismo que Lacan ubica en el paso del yo especular al yo social en el que los celos son constituyentes y configuran al objeto. Es en este eje imaginario que Lacan comienza a abordar la relación con el otro; cuando Lacan en la década del ’50 introduce la noción de lo simbólico alude a menudo al reconocimiento que es la dimensión que introduce la palabra. Si no hay conocimiento, en el decir, hay reconocimiento, pacto, alianza, es así que Lacan alude a menudo al pacto inicial: «tú eres mi mujer».

El reconocimiento es el pivote de intercambio que se encarna en la palabra dada. La relación objetal en la sola dimensión imaginaria se caracteriza por la fragmentación, la discordancia fundamental, la no aceptación esencial; puesto que el objeto sólo puede ser captado como espejismo de una unidad imposible de ser «aprendida en el plano imaginario, toda la relación objetal no puede sino estar afectada por una incertidumbre fundamental. Es aquí donde Lacan hace intervenir la relación simbólica. El poder de nombrar los objetos hace que éstos subsistan en una cierta consistencia. Sin este reconocimiento no hay mundo alguno que pueda sostenerse.

Pero demos un paso más con Lacan y sigamos su pregunta: «¿El tú eres mi mujer satura nuestras exigencias fundamentales?» No hay reconocimiento que sature el lazo que une hombre y mujer.

Si Lacan formula que no hay relación sexual es para acentuar que no hay sino relación al sexo. Relación al goce que determina las infidelidades entre hombres y mujeres. Se trata de cómo se introduce la desconfianza de un sexo por el otro en tanto no hay, en el inconsciente, saber sobre el Otro sexo, no hay significante que permita inscribir un goce complementario entre los sexos.

La palabra plena, «Tú eres mi mujer», en el acto de reconocimiento que instituye al Otro, sella el pacto inicial; pero la cuestión es que a falta de La Mujer no puede decir qué es para él. Existe la ilusión que por el «tú eres mi mujer», por ejemplo, bajo la forma del casamiento, se prescribe en un discurso el acuerdo simbólico entre los sexos, se alcanza una armonía producida por lo simbólico. Pero esta formulación no es congruente con la ausencia de relación sexual, en lo simbólico precisamente, tal como lo demuestra Jacques–Alain Miller en su curso.

No hay relación sexual, «no hay», que ningún «tú eres mi mujer» puede sobrepasar. No hay acuerdo ni reconciliación con el Otro sexo. Es imposible simbolizar la fidelidad, el A del sexo es real. El sujeto del goce no establece relación sino al sexo, la sexuación indica un goce fálico y un goce más allá, suplementario. Por el lado hombre, Lacan señala que está casado con el falo, que no tiene otra mujer que eso y que hace de la mujer un síntoma, es decir que el falo es también su asunto.

La mujer, por su lado, hace objeción ya que se define en una posición que Lacan define como no–todo, en lo que hace al goce fálico. Por su goce, la mujer es partenaire de su soledad, donde ningún hombre puede seguirla. De allí también su exigencia amorosa: ser la única, no ser una entre otras. La infidelidad, del lado masculino se funda en esta lógica, es condición para el hombre la Otra mujer: una y otra y otra que representan al Otro sexo. Porque no hay significante de la mujer, hay que abordarlas en serie, una por una. En su estructura, la relación a la mujer excluye la fidelidad sexual. El hombre no quiere saber nada de la exigencia amorosa propia de la pasión femenina: partidaria del amor único, de la fidelidad, del amor como coartada.

¿Dónde situar la infidelidad de la mujer? En el Otro goce que la hace partenaire de su soledad, es allí que representa la hora de la verdad: está en posición, en la perspectiva del goce sexual, de puntuar la equivalencia del goce y el semblante, que entre el hombre y la mujer hay semblante, que el goce sexual es solidario del falo como semblante.

Lacan enuncia: «es más fácil afrontar algún enemigo en el plano de la rivalidad que afrontar la mujer en tanto soporte de esta verdad…» Esta base de rivalidad en el lazo amoroso, la pasión celosa, forma de relación intersubjetiva imaginaria se funda, entonces, en la falta de «acuerdo simbólico». Es en el fracaso del significante en relación a su referencia que entra en juego el narcisismo, es decir, las significaciones que emergen en el campo del Yo. En su esfuerzo por elaborar un sentido, el celoso acumula signos, lo que hace al carácter delirante y su rasgo paranoide no es sino que el narcisismo se afirma como principio. Si de proyectar la propia infidelidad se trataba para Freud en la emergencia del drama de los celos; esta corresponde a que la soledad es el único partenaire del goce y es inalcanzable.

Para concluir esta breve intervención quisiera introducir algunos fragmentos de un caso publicado en el International Review of Psycho–Analysis en 1987[3] «

(…] El señor A era un hombre inteligente, estimado, muy hábil y responsable. Se enorgullecía de su moral, sus ideales y valores que se derivaban en parte de su religión, la cual aún conservaba intelectualmente y con algún placer. Los celos patológicos del señor A contrastaban marcadamente con su sensatez. Sospechaba que su mujer tenía aventuras con otros hombres. Se dedicaba a investigar su diario, sus cartas, sus notas e incluso los papeles que arrojaba al papelero.

El hecho de que su esposa dejara sus papeles disponibles para su investigación aumentaba sus sospechas. El señor A revisaba cada noche las trusas de su esposa para determinar la cantidad de secreción y el número de vellos púbicos. Afirmaba que los días que su esposa no salía de casa, encontraba escasa secreción en sus trusas y pocos vellos. Algunas veces, decía, los vellos que hallaba eran más claros que los de su esposa y encontraba rastros fecales o manchas secas de secreción. Estos descubrimientos le sugerían que su esposa había tenido relaciones sexuales con otro hombre. En sus investigaciones, él no consideraba la intensidad de sus actividades del día.

Al inicio de su análisis, el señor A comunicó sus intenciones serias de contratar un detective para que siguiese a su esposa, de poner micrófonos en el teléfono y de enviar las trusas de su esposa a un laboratorio para que se determinase si había semen en éstas. La fijación y la intensidad de estas ideas alarmaron al analista […] «[…] En realidad, no había pruebas (para el analista) que justificasen las sospechas del paciente […] En varias sesiones, en algunos momentos, el señor A presentaba rasgos paranoides. Cuando el analista intentó enfocar su atención en comprender el significado de sus revisiones de las trusas y de sus investigaciones cotidianas, poniendo de relieve que no existía ninguna evidencia de que la señora A estuviese manteniendo alguna relación con alguien que no fuese Dios, el señor A se puso lívido y dijo: ‘¡Ninguna evidencia! Entonces, ¿qué hay en sus trusas?» […]» si «en realidad, no había pruebas (para el analista) que justificasen las sospechas del paciente» es porque se encontraba en el lugar que no conviene a la posición del analista en la cura, como representante del principio de realidad. El mismo Freud sostenía que «es preciso evitar poner en entredicho el material en que se apoya. Sólo puede procurarse moverlo a que lo aprecie de otro modo».

Apreciemos nosotros de otro modo la obsesionante elaboración de signos a la que se encuentra entregado el Sr. A, elaboración que se sitúa en el camino de encontrar los «restos» por los cuales poder ubicar al Otro a título de lo que no se sitúa sino por el discurso. Si la mujer no toda es, es porque hay en ella algo que escapa al discurso y eso es lo que la pone en posición de soportar a Dios y el goce de L/a Mujer[4], que la coloca, lógicamente, en la infidelidad.

Notas

* Nepomiachi, Ricardo. «Los celos en la vida amorosa», Escansión: Nueva Serie, n. 2. Campo Freudiano de Argentina, Buenos Aires, Ed. Manantial, Octubre de 1990. pp. 105–110. El título–temática bajo el cual se reunieron los artículos en el número 2 de la revista Escansión es «Perversión y vida amorosa».

  1. Miller, J.–A., «Una charla al Simposio», en Clínica Psicoanalítica. Deseo y Goce, Ed. Simposio del Campo Freudiano, 1988.
  2. Freud, S., Obras Completas, Amorrortu Editores, Tomo XVIII, p. 217.
  3. Coen, S., «Los celos patológicos», Int. Rev. Psycho–anal 1987, N° 14.
  4. Lacan, J., El Seminario, libro XX, Aun, Paidós, Cap. VI, «Dios y el goce de la Mujer».

FUENTE: Revista Consecuencias

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