Una posible lógica del suicidio por amor

A propósito del joven Werther y de una posible lógica del suicidio por amor.

Por Ricardo Pereyra.

Lacan formuló que “El suicidio es el único acto fallido que no falla jamás, que siempre tiene éxito”. La aparente contradicción entre lo fallido y el éxito en el mismo acto suicida es, sin embargo, la forma reversible de lo fallido como lo propio del acto. En este sentido “acto” y “acto fallido” son la misma cosa. En la experiencia analítica, el estatuto del acto es el del acto fallido. Su contracara, es la del acto eficaz del suicidio, que en lugar de separar del Otro, provoca la exclusión de la implicancia del sujeto en él.

El suicidio entraña un “dejarse caer” del lugar del Otro, una huida del campo de lo simbólico, lo que constituye la razón del pasaje al acto. Supone, así, la exacerbación del objeto que el sujeto es para el Otro, al precio de su propia supresión. La culpa, la vergüenza, el dolor, son los nombres que con frecuencia asumen las motivaciones que lo precipitan. Y también, en algunos casos, la frustración amorosa. Pero en este punto me propongo establecer una diferencia esencial entre el suicidio por amor del suicidio por otras causas en relación a qué se demanda al Gran Otro en uno y otro caso. La diferencia esencial radica en que un suicida, según la lógica de dejarse caer del lugar del Otro es alguien que huye, que no soporta la realidad de su Yo en la red intersubjetiva en la que actúa; agobiado por el dolor, por la culpa o por la vergüenza, con su acto logra el objetivo de quedar a salvo del peso que le ocasiona su inclusión la red simbólica. El suicidio en estos casos tiene un único objetivo que es pragmático, de defensa, de exclusión radical, y no es simbolizable.

En cambio, el suicida romántico, si bien huye del dolor y el vacío que le provoca la frustración amorosa, muchas veces tiene el objetivo añadido de perpetuación; su fantasía es perpetuarse, al modo de dejar su marca en el Otro. Si el acting out es un mensaje simbólico dirigido al gran Otro, mientras que un pasaje al acto es una huida respecto del Otro, hacia la dimensión de lo real, mi propuesta es interrogar al suicidio por amor (o a algunos casos, cada cual tiene su singularidad) como excepción a esta fórmula. En todo suicidio, efectivamente, desde la posición de quien realiza el acto, el sujeto se libera de los efectos del significante. Pero en un caso, la motivación es no querer saber nada del Otro, y en el caso del suicidio por amor, la motivación puede ser, además, lograr su inclusión definitiva post mortem en el Otro, y de un modo determinado y particular. El suicidio en estos casos, incluiría un mensaje al Otro y apunta a una simbolización.

El estado de enamoramiento extremo produce una tensión límite, en la que el Yo queda completamente dominado por el objeto de deseo, independientemente del comportamiento de éste respecto de esa demanda de amor. El problema es que la vida de ese amor es posible sólo a través de una mortificación de una parte del amador. Lo que hay es un “sacrificio”: entrego al Yo como prenda para sostener mi ligazón al objeto de amor; así, el Yo queda reducido a un estigma del objeto.

Esto que podríamos llamar con los poetas, “la enfermedad del amor”, es, para el amador, un rasgo de romanticismo épico, algo así como poner el cuerpo en donde las palabras ya han sido agotadas. No hay lugar simbólico en donde el sujeto pueda ubicarse; y se asume tan sólo como la encarnación de un “todo amor”. Es un amor que implica un desmesurado gasto de energía, que provee, al menos, como devolución, un cierto goce narcisista dado que existe una satisfacción de reconocerse como héroe romántico. Ese romanticismo, sin embargo, no deja de alimentar una esperanza. Al final del camino, no puede haber otra cosa que “yo con el objeto de amor”. Cuando esta llama de esperanza se pierde definitivamente, las consecuencias para el amador pueden ser fatales.

De estos amores contrariados, imposibles, del enamorado frustrado por la inaccesibilidad al objeto de amor está formado uno de los pilares de la literatura; el núcleo del romanticismo es la enfermedad del amor. La realidad y el arte se imitan mutuamente, y los héroes románticos habitan tanto en páginas de ficción como en la realidad misma. Lo que el arte ha prestado a la realidad, es estructura, marco, referencia y una posibilidad elevada de sublimación; y también, el peligroso refinamiento que puede hacer bello lo trágico. Es el caso de “Werther”, novela emblemática del romanticismo, en la que el héroe, presa de devoción por una mujer que no lo corresponde, sólo en el suicidio halla solución a su conflicto. Al poco tiempo de la publicación de esta obra, se habló de “epidemia”. Muchos jóvenes con frac azul y chaleco amarillo (a la usanza del héroe de Goethe) se quitaban la vida angustiados por alguna profunda pena amorosa. Las bellas palabras, la musicalidad de la prosa cadenciosa y envolvente en el marco de una nueva sensibilidad que el romanticismo imponía en la Europa de finales del siglo XVIII en las que tales naturalezas ardientes eran consideradas como “almas bellas” ofrecieron un espejo imaginario a los enfermos de amor, quienes con la muerte, con el acto definitivo que significa el suicidio, creían entrever una posibilidad de trascendencia de ese amor, de fijarlo para siempre, en un trueque radical y trágicamente bello.

WERTHER

Escrita en forma de novela epistolar, “Werther” fue publicada en 1776. En ella, su personaje central, es un joven que, todavía sensibilizado por la muerte de una amiga, conoce a Carlota (Lotte) y se enamora de ella. Pero Lotte está prometida a otro hombre, dato del que Werther es enterado a manera de advertencia, poco antes de ser presentado a ella (“Cuidado con enamorarte”, le dicen), Se trata desde el comienzo, de un amor prohibido, o inaccesible. Lotte encarna una suerte de ideal femenino; es una mujer natural, sencilla, maternal, enemiga de conflictos fatuos “Cuando alguna cosa me mortifica y comienzo a ponerme triste, corro al jardín, me paseo tarareando algunas contradanzas y se acabó la pena”, dice en un momento. En su cercanía todo parece someterse a la armonía que ella emana. Ella dispensa a Werther su amistad, y mediante pequeños gestos le demuestra su confianza y el verdadero afecto que siente por él. Werther poco a poco va perdiendo defensas ante ese amor que lo arrasa en cuerpo y espíritu. Queda finalmente sometido al influjo de su objeto de deseo, sin ningún resquicio por donde vislumbrar la salida. Lotte lo es todo para él; y Werther no sólo no oculta sus sentimientos en virtud de que la dama está prometida a hombre con quien luego se casa, sino que en el devenir de la amistad creciente que fomentan entre ambos, no puede contener sus arrebatos y excesos, que ella le reprocha amablemente: “¡Aparte usted su aciago cariño a este ser, que lo único que puede hacer por usted es sentir compasión! Solo un instante de calma, Werther.

¿Acaso no siente que se está engañando, que su deseo lo está arruinando?”

Es decir, no es un amor secreto, y este es un punto esencial; es un amor imposible, pero confeso; la dama sabe y Werther, además, siembra profusos testimonios de ello en cartas a su amigo Guillermo y en cartas a la propia Lotte. En el éxtasis de su pasión romántica, le escribe a Guillermo: “Es una desgracia, pero mis pujantes energías se han ido transformando en un abatimiento intranquilo, no puedo gozar del ocio pero tampoco soy capaz de hacer algo. No tengo poder de imaginación, no siento nada por la naturaleza, los libros me asquean. Si no estamos bien con nosotros mismos, no hay nada que nos venga bien”. Y a ella, hasta la advierte de sus impulsos suicidas: “Está decidido, Lotte, quiero morir y te lo escribo sin ninguna exaltación romántica, en calma, en la mañana del día en que te voy a ver por última vez…”

Toda la novela es la historia de ese amor, que como un monstruo se apodera del héroe, hasta tal punto que el final previsible es el que efectivamente sucede. En “Werther” no hay sorpresa; es un in crescendo que es un constante preanuncio de su final. Goethe, es evidente, no se preocupa por esto; no está depositada en artilugios de la trama la eficacia de la obra. De modo que casi podría leerse como la exposición de un bello “caso clínico”. Werther como “caso” es la enfermedad del amor.

¿Cómo podría definirse esa enfermedad?

Cuando la situación de “Yo sin el objeto de amor” se vuelve intratable en lo simbólico, esto es, cuando ese objeto nuevo, imaginario, complejo que podría definirse como “yo más el objeto de amor en completud” se revela como “objeto imposible”, como una construcción que quedará flotando en un vacío significante, sólo a través de una mortificación, en la fantasía del amador, será posible contrarrestar ese efecto. La muerte detendrá el tiempo de la relación entre los objetos involucrados, producirá un anclaje entre éstos, determinará un sentido cierto a su vinculación y le otorgará carácter imperecedero a la misma.

Ha sido dicho ya que el sostén del “objeto de amor” como tal implica el costo de una mortificación. O el amador paga con una muerte parcial, que es su desvanecimiento como sujeto, en tanto su Yo queda reducido a una sombra de su objeto de amor, consagrándose a  una vida que tendrá como leit motiv ser sólo el efecto de ese amor, o, en la radicalización de su afecto, pagará con la mortificación de la carne. En cualquier caso, la muerte del amador habrá de salvar al objeto de amor como tal.

¿Por qué? ¿Cuál es la lógica del enamorado extremo que se suicida por amor?

Para él, el amor triunfará a cualquier costo. Y el modo de perpetuarse es el del único posible para él, es decir, como amador. Siendo que su “Yo” ha sido completamente sometido a su “objeto de amor”, fuera del vínculo con éste, no existe nada. Suele decirse que “uno se queda como se muere”. La muerte actúa como agente estabilizador. Esto puede comprobarse en toda la imaginería asociada a lo fantasmal. El fantasma de un difunto aparece siempre con la imagen última que éste haya tenido en vida, incluso muchas veces se ven en él los estigmas de aquello que les provocó la muerte. Los fantasmas no envejecen; están fijados en su edad de muerte y esa fijación tiene garantía de eternidad. Los fantasmas están a salvo de corromperse. Los fantasmas habitan un tiempo estático, quedan instalados en el tiempo de su mortificación y con ese tiempo a cuestas se presentan. Si son niños, serán niños para siempre. Si han muerto con una pena, esa pena los acuciará in eternum. Los lugares por los que “rondan” serán siempre las cercanías de los lugares en donde han sido muertos, o en donde han sido felices, vaya contrapunto. El fantasma es una entidad que quedará para siempre identificada al último instante vital de aquel que fuera. Si ha muerto enamorado, pues, permanecerá enamorado por los tiempos de los tiempos. Esa es la lógica del suicida por amor. La lógica de la muerte como agente preservador. A lo que aspira el suicida enamorado es a evitar la corrupción de su amor. El suicida romántico es un conservador. Al morir por amor, quedará fijado como amador, y su fantasía es la de quedar unido simbólicamente de manera indestructible a su objeto de amor.

En R.S.I. el Seminario inédito, Lacan sostiene que “La muerte no es abordable más que por un acto. Aún para que sea logrado, es preciso que alguien se suicide sabiendo que eso es un acto, lo que solo sucede muy raramente”. Ese “raramente” refiere a mi entender, por ejemplo, a los casos de suicidio por amor en el que el amante sabe de la implicancia simbólica de su acto y por tanto en ello cifra su fantasía.

Esta unión simbólica entre el amante suicida y su objeto, para más, se dará en forma biunívoca: desde su lado, mediante el testimonio que el acto implica; y desde el lado del objeto, mediante el hecho de que éste ha de quedar marcado por la impronta de ese acto, en tanto que a él está dirigido; su huella habrá de inscribírsele de algún modo. El suicidio por amor es un acto vinculante. Es, en la fantasía de quien lo efectúa, la sustitución de la vinculación vital, amorosa, por la otra única vinculación real posible: la muerte. He allí la potencia sublime del amor. Y he allí, también, su peligro. El romanticismo siempre tiene en sí una posibilidad bellamente trágica.

Fuente: En el Margen. Revista de Psicoanálisis

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